miércoles, diciembre 19, 2012

Cigarros / Castigo eterno.

........Aún hay noches en que recuerdo a la madre Carmen y la manera en que mis manos buscaban entre su hábito el despertar de una era, el refugio a mis dudas y erecciones inoportunas durante su sermón. Era ese manto negro lo que nos hacía imaginar ─a mí y todo niño-hombre sentado en un pupitre─ el movimiento de su cuerpo juvenil tras la cruz colgando de su cuello, la fricción de sus piernas al caminar por un pasillo vacío y la firmeza de sus senos, contra la cual ninguna otra monja en el instituto podía competir. Era muy bonita, o nos sentíamos cuando menos saciados por la juventud de su rostro y su risa, por su manera de rezar quedito y para sus adentros, como un suspiro para su propio alivio y no una imposición matutina para la grey ciega frente a ella. Nos hablaba de salvación eterna, y escuchándola queríamos rechazarla.
........Fue la vez que la sorprendí caminando hacia mí, en la soledad de un patio escolar acabadas las clases y el humo de un cigarro escapando como tos de mi garganta. Rogué a Dios, de manera más auténtica que nunca, que su furia no cayera sobre mí a través de ella, que no me condenara al infierno con los labios de tentación de su sierva. Miró en silencio las señales de humo saliendo de mi boca sin control, mis ojos llorosos en medio de un mar de piel rojiza y el temor en mis manos arrojando el cigarro al suelo para apoyar sobre él mi pie frenético como quien pisa un insecto. Y estábamos ahí, rodeados de nadie: un niño y su espejismo, un pecador y su redentor. Sin atreverme a hablar quise decirle que me perdonara, que no era lo que pensaba, que sí lo era, que me castigara, que era un hombre y no me importaba. Esperaba su condena, pero solo me sonrió, y quizás siempre fueron una misma cosa las dos. Me dijo con la misma voz en que predicaba cada oración, “ojalá te haya quedado otro para mí”, y sentí fe por primera vez. Fue el rozar de sus dedos con mi mano tambaleante, la ceniza encendiéndose y apagándose con cada inhalar desde su pecho y la manera en que el humo escapaba lento por sus labios, como caricia carente de soplido.
........Así nos reuníamos, en un patio vacío y un cigarro entre los dedos. Le decía, recostados sobre el pasto, que no siempre sentía a Dios en todos lados, y ella me respondía, apoyados contra alguna pared entre las sombras, qué tampoco lo hacía ella. Éramos dos extraños contando al otro todo lo que nunca fuimos, y sentía en cada palabra que se callaba una tristeza más allá de toda religión y toda iglesia. Podían escucharse entre los pasillos rumores de mil pasados que le pertenecían, historias que iban desde conventos y templos hasta calles que preferían no estar iluminadas, hasta vidas más duras de lo que cualquiera comprendía o imaginaba. Y todos anhelaban compartir cuantos pedazos de ella podían, ingeniándose versiones que se contradecían y se multiplicaban entre sus hechos de fantasía, pero nadie se atrevía a creer tan sólo en una. Se convirtió, sin darse cuenta, en la historia favorita de todos, la fascinación de lo desconocido, de lo que no se entiende; su imagen se volvió la visión que nadie quería realmente alcanzar y desenmascarar, sino que revoloteaban sobre ella sin perderla nunca de vista. Y quizás le pesaba aquella responsabilidad de ídolo, de alimentar con la ilusión que se le fue impuesta las mentes de todos: ser pureza esperando ser corrompida y malicia disfrazada de ángel.
........El viento de una tarde otoñal nos mantuvo juntos contra el pilar que nos hacía defensa contra el mundo, y nuestros cuerpos se oprimieron bajo un contacto que ninguno de los dos rompía, con la fricción de nuestros costados envuelta por el humo que el viento empujaba a prisa y se perdía para siempre. Y así en la cercanía me miraba, como rogando por un perdón, por una paz interna que nunca había encontrado y por cuya búsqueda ya se encontraba muy cansada. Nos besamos con labios calientes y mejillas frías, buscando en nuestras bocas el calor que prometía el final de sus dudas y el inicio de las mías, y se concretó en mí el deseo carnal que me acercaba tanto a lo indebido, a un castigo eterno que ya no me asustaba. Me entregué a su abrazo en el silencio del viento soplando a nuestro alrededor, y en su pecho me sentí salvado. Así se volvió aquello parte de nuestro ritual en cada encuentro, y en los puñados de ella a los que mis manos se aferraban descubrí la vida que me seguía y nos seguía a todos, la fiebre que recorría el cuerpo y lo movía con el instinto primitivo de dos piezas que finalmente encajan. Cada ocasión en que sus manos paseaban por mi espalda y jugaban con los botones de mi uniforme me alejaba más de la inocencia que portaba como estigma, y con mis labios y mis manos le decía que ya no la quería, que el hombre dentro de mí ya no la necesitaba, y así le dije adiós.