domingo, octubre 27, 2013

Explícito.

Ah.
Ah.
Ah.
Oh.
Ah.
Son los gemidos de una mujer que no puedo tocar, y puedo jurar que se escuchan igualitos a los de Martina. Qué ojos tenía ella, y qué culo y qué piernas, pero qué culero nombre le tocó tener. Así se llamaba la madre de su padre, y por culpa de los padres de su abuela, a Martina siempre podía molestársele llamándola por su homónimo varón. Pero yo nunca lo hacía por molestarla, porque yo siempre la quise mucho (demasiado) e incluso llegué a decirle que tanto así la quería, que si fuese hombre dejaría que me cogiera al menos de vez en cuando. Y yo pensaba que era muy romántico el decirlo, pero ella me miraba extraño y luego se reía, y me decía que no fuera pendejo, que aun siendo hombre a él le gustaría que fuese yo quien lo cogiera. Y yo pienso que eso era todavía más romántico, y que nunca podré decir te quiero tan bien como lo haría Martín. Es entonces cuando pienso que quizás no era ese culo suyo sobre mis muslos ni esas piernas enredadas en mi cadera lo que amaba de ella, y pienso en todas las piernas y todos los culos que pudieron ser, pero que no eran, y en todo lo que, por no ser, sí fue. Así le decía al oído: "Martina, yo a ti te cogía aunque fueras otra, o aunque fueras otro", y creo que nunca entendió cuánto la quería nada más por lo que veía en sus ojos. Y ahora que escucho los gemidos de esa mujer —impotente, espectador—, pudiendo ser los de cualquier otra, puedo comenzar a confundirlos con los míos, y casi me río por la segregación de este mundo andrógino en el que vivimos. Ya estoy terminando.
Ah.
Ah.
Ah.