Son las tres cincuenta y dos de la tarde, y nadie lo sabe, pero es éste el segundo más ajetreado en la ciudad. En una intersección cualquiera, bajo el sol murmurando en la frente de todos, Luis sabe que se está muriendo con solo dieciocho años. Ni siquiera ha sido su culpa: una camioneta no se detuvo en la señal de alto y lo golpeó fuerte y directo por su flanco izquierdo. Ahora tiene un brazo, ambas piernas y cuatro costillas rotas, pero él no lo siente así: se siente todo él roto. Le queda tan poco por vivir, y es más triste aún cuando él lo advierte. Se siente empapado, sin saber si es por la sangre que sale de su boca, el sudor de una muerte acalorada y prematura o el miedo que lo ha hecho orinarse. Seguramente es el miedo, piensa, el miedo y el remordimiento de no haber vivido más años ─más meses, semanas, días, minutos, segundos, carajo, más algo─. No puede siquiera moverse, con el volante enterrado en el pecho y su cabeza colgando al vacío, como un títere al que le han cortado las cuerdas. Es cuando se da cuenta que está llorando: lágrimas de impotencia, de abandono, ríos de sueños truncados. Qué triste se pondrá su madre cuando no llegue a las cuatro a comer su plato de frijoles machacados con una tortilla de harina y media, qué triste cuando no lo haga ya ninguna tarde. Luis escucha gritos muy lejanos, voces borrosas en el tiempo (no es la distancia que los separa, sino su agonía): “¡Sáquenlo! ¡Llamen a una ambulancia!”. Los vecinos han llegado corriendo, pero eso no le importa; caray, no le importa siquiera el hijo de puta que lo ha chocado. En este preciso instante, el que sabe que será su último exhalar de aire, le importan los abrazos, los infomerciales en noches de insomnio, la sonrisa de papel de su abuela, el lodo en sus zapatos al volver de la primaria, la cerveza en su sangre los fines de semana, el juguete que nunca obtuvo en Navidad, el videojuego que no terminó con su mejor amigo y los besos de Sofía. “Qué cotidiano se vuelve lo importante cuando ya se va a morir uno”. Ya hay brazos tratando de alcanzarlo y liberarlo de esa prisión de metal y dientes, pero él no siente nada; y es que ya no está en sus dedos, en sus uñas: ya no está en él. Es sólo en el último instante en que perece que se da cuenta de su fuerza titánica, de cómo podía tragarse al mundo a cada palabra dicha y parpadeo entregado, de cómo lo tragó tantas veces al respirar sueños despierto. Sólo al morir puede uno sentirse vivir.
miércoles, noviembre 03, 2010
Epifanía entre el calor urbano.
Publicado por céssar sinclair en 22:12
Etiquetas: Relatos y ficción.
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