El sacerdote ya había hecho sonar la campana. Los niños corrían a sus aulas apresuradamente, con sus cuadernos y lápices en las manos. Cada uno se sentaba en el pupitre asignado y saludaba a aquellos que lo colindaban. Las alegres voces fluían como lluvia.
La puerta se abrió, y las risas se apagaron. La entrada del padre parecía haber apagado toda señal de vida, y todos los ojos se posaban en él. Este caminó hasta el escritorio situado al frente del salón y dejó los libros que cargaba en las manos. Miró a su clase. Sonrió.
─Buenos días, niños ─inspeccionó más de cerca a los infantes frente a él ─veo que Coreta sigue enfermo.
Todas las miradas se posaron en el pupitre vacío, y después volvieron al padre, esperando la orden.
─Garrón ─dijo el hombre con su voz de hierro, en un patético intento de esconder su severidad en simpatía ─, tú puedes entregarle sus deberes después de acabada la escuela, ¿cierto?
─Sí, padre ─respondió una ronca voz desde el fondo del aula.
Nadie decía que no. Aún si el enfermo vivía en una colonia lejana al escogido, la respuesta era siempre un rápido “sí”. Nadie quería ser castigado.
─Muy bien ─continuó el padre ─, retomemos nuestra clase ─caminó hasta el escritorio y tomó un cuaderno lleno de anotaciones cursivas ─. ¡Ah, multiplicaciones! Espero que todos hayan estudiado en sus hogares.
Y la tomó: una vara delgada de madera; flexible, pero irrompible. Siempre la llevaba consigo durante las lecciones. Aún más que a la voz de acero, los niños le temían a la vara.
─Enrique… ─dijo.
¡Pobre Enrique!
─¿Has estudiado anoche? ─preguntó el padre sonriendo.
“No mentirás”. Pero el miedo era un mejor maestro a seguir.
─Sí ─respondió el niño.
─¡Oh, esplendido! Entonces sabrás cuanto es… ¿cinco por dos?
Enrique comenzó a sudar, y cerró los ojos con fuerza. Cuando habló, la duda lo acompañó.
─Di… diez.
─¿Qué cosa? ─preguntó el hombre acercándose al niño.
─Diez ─miedo era lo que lo acompañaba ahora.
─Muy bien, Enrique ─pero no le dio tiempo para creerse seguro ─¿tres por cuatro?
El niño cerró los ojos de nuevo, haciendo memoria en lugar de cálculos.
─Doce ─dijo claramente esta vez.
─¡Muy bien! ─dijo sonriéndole, y se arrodilló hasta que sus cabezas quedaron a la misma altura. Sus ojos se encontraron, y todo se oscureció para el infante ─¿Ocho por siete?
El niño comenzó a temblar. Cerró los ojos nuevamente, pero no lograba recordar la respuesta. Apretó aun más sus parpados: nada. El titilar de sus dientes se hizo presente.
─Se… sesenta… ─dijo en un susurro inaudible.
─¿Cómo? ─preguntó el padre.
De sus infantiles ojos brotaron lágrimas.
─Enrique… ─dijo el hombre suavemente.
El niño abrió sus ojos, que ya no eran mas que brillantes cristales. La pesada mano lo abofeteó. De su garganta salió un gemido lastimero, pero nada más. No podía hacer más que tener la cabeza baja y dejar que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
─¿Seis por siete, Enrique?
Pero él no respondió; sólo lloraba en silencio. El hombre lo abofeteó de nuevo y lo tomó del mentón para que sus caras se alinearan nuevamente. Todos los demás no hacían nada, no podían. Sólo miraban.
─Has dicho que estudiaste, ¿no, Enrique? ─dijo el padre en tono jovial ─Dime entonces, ¿cuánto es seis por siete?
El niño abrió la boca, pero sólo para soltar un suspiro desesperado y exhalar más aire. Y la paciencia del hombre se acabó. El pequeño se llevo una mano a la cara para limpiar sus húmedas mejillas. Pero la vara, tan veloz como un silencioso rayo, se la aporreó. El niño soltó un chillido y se llevó la recién golpeada mano a la boca. Las cristalinas lágrimas fluían como lluvia.
─¡Siete por seis, Enrique! ─le aporreó la otra mano ─¡Seis veces siete, Enrique! ─le aporreó el antebrazo con más fuerza ─¡Dijiste… que… habías… estudiado! ─comenzó a golpear sus pequeñas piernas ─¿Mentiste, Enrique? ¡Al Señor no le gustan las mentiras! ─y golpeó sus brazos, golpeó las tambaleantes piernas entre los sollozos del infante ─¡Dime… cuánto… es… seis por siete!
Y, después de su intensa lucha, el niño cayó. Y el hombre no se detuvo. Lo aporreaba con la vara a pesar de los lastimeros intentos de cubrirse por parte del pequeño. Este gemía, y sus sollozos llenaban el aula más de lo que cualquier otro sonido pudiese haberlo hecho. Y el hombre lo golpeaba con fuerza, con su rabia chorreando de su boca.
Oh, Enrique… Su pecado era tener tan sólo ocho años e interesarse más por juegos que por estudios. Su pecado era haberse distraído en clase y dejar que su mente vagara en infantilismos. Su pecado era no tener la fuerza para resistir los golpes que recibía y para que sus piernas lo sostuvieran. Su pecado era ser un niño.
El padre se detuvo cuando ya no se escuchaban más sollozos. El silencio era absoluto, a excepción de su agitada respiración, y sobre el cuerpo que yacía en el suelo se posaban todas las miradas compasivas de los niños. El hombre dejó la vara y se arrodilló junto al caído. Lo volteó para que su cara se dirigiera al cielo, y lo inspeccionó detenidamente.
─No le ha pasado nada ─anunció levantándose, dejando al niño en el suelo.
Todos los ojos se dirigieron al padre, quien se limpiaba el sudor de la frente, para después volver al niño.
─Garrón ─dijo el hombre, apenas recuperando el aliento ─tú puedes ayudarlo a volver a su hogar después de acabada la escuela, ¿cierto?
─Sí, padre.
─Muy bien ─dijo este, y miró al niño en el suelo una vez más para después encarar a la clase de nuevo ─, prosigamos con la lección.
sábado, febrero 14, 2009
"Dejad que los niños vengan a mí"
Publicado por céssar sinclair en 12:25
Etiquetas: Relatos y ficción.
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