Pasó la flaca temprano para avisarnos: se nos muere la Cleotilde. Ay, qué triste, pero mira que ya nos había
durado, la condenada, y mi madre no dice nada. Ya se han reunido todos en la sala de su casa, y uno a uno
los invita a verla. Allá anda llorando Nena, que hace años ni pensaba en la Cleotilde, y sale del cuarto
Ángel, pálido, así como debe estar la anciana en su cama. Ha vivido tanto que puedes contar los años en las
arrugas de su rostro, y tiene más historias en los labios que brillo en sus ojos ─cuando ya has visto todo,
empiezas a ya no ver nada, nos decía como dormida─. Ya se había quedado sola, la pobre, y no se
acordaba de muchas cosas; quizás ahora se pregunta quiénes somos esta bola de personas, y por qué todo le
duele. Ya me toca verla (llenarme de angustia), y apenas entro al cuarto, ¡ay, Cleotilde, qué lejos estás ahí
en tu cama! Vieja, nunca supe mirarte a los ojos como la vida detrás de ellos lo merecía, y hoy que te he
querido tanto los mantienes cerrados. Nunca te conocí, Cleotilde, y ya nadie podrá hacerlo nunca. Parece
que nadie recordó que tal vez tú no nos habías olvidado, y ahora estás temblando, como suspirando un
abrazo con tus manos. Ya vete: con tus fotografías, con tus discos y tus vestidos, con tu sonrisa cansada y
tus párpados pesados. Ya vete, Cleotilde, y solo déjanos el recuerdo. Así sin palabras me voy, y así se
queda la anciana para que alguien más pase y la vea esperando ya estar muerta. Vieja, supe que te quise
hasta que te fuiste.
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