Entiéndeme, Susana, cuando no recuerde tu nombre en la mañana. Querrás reírte (pero no lo harás, porque estarás muy enojada) cuando me veas esforzarme por culparlo casi todo: tus manos que me tocan como otras me han tocado, estas drogas con las que pretendemos acercarnos, la resaca de otra noche de parranda, la memoria de mi madre y la ausencia de mi padre; por supuesto, tú no podrás creerme nada, porque me conoces mejor de lo que me he conocido y nada de esto importa. No, Susana, mañana no sabré cómo te llamas, ni lo sabré tras otro beso u otra lágrima sobre tu almohada.
Los nombres nunca fueron importantes,
te diré al oído, con la voz sobre la piel, y ya nada. Discúlpame por la mirada estrellada contra la sábana, o mis manos temblando, como tanteando en la oscuridad por alcanzarte. Así nos fuimos convirtiendo en frecuencias inauditas, colosos de tiempo cuyos nombres nunca importaron (ya te lo dije). Así que olvídalo, Susana, desde esta noche, desde este instante y este rincón de tu recámara, que si me quieres casi tanto como te quiero ─y sé que sí, porque no nos hemos dado por vencidos─, me dirás que está bien, me sonreirás; atrofiaste mi memoria, pero no cada recuerdo que nos cambió.
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