viernes, diciembre 25, 2009

burlesca navidad

Papá ha ido a donar sangre por segunda vez esta semana; le darán, quizás, diez dólares más por ello. Es ya el tercer mes que lo hace para que podamos comer algo. Creo que ya se siente más debil, que ya notó la falta de sangre por sus venas, y que ya se ha dado cuenta que aquello no es temporal. Él espera que no lo sepamos, y que no reparemos en la falta de color en sus labios cada vez que intenta sonreir. Le ha dicho a mi hermana que la gente se olvidó de nosotros y de este pueblo, que Santa no vendrá esta Navidad, y mi padre sufre más que ella por no poder pagar una mentira.
Los días son cada vez más fríos, y los pocos que se aventuran a jugar en la nieve se arrepienten algunos minutos más tarde; nadie extraña arrojar bolas de nieve, y los niños crecen siendo hombres. La gente comienza a toser y sin querer dejan escapar su alma por la garganta. Mi madre llora cuando nos da la espalda, siempre que mi hermana le pregunta por qué papá ya no duerme en la misma cama y por qué la almohada en la que amanece está siempre húmeda. Pero ella nunca responde; le sonríe con sus ojos cansados y la besa entre abrazos: quiere que sepa que amor es todo cuanto puede darle, aunque ella aún no lo comprenda.
Me veo atrapado entre un cielo blanco y un suelo que cree serlo. Los pájaros vuelan sobre el congelado manto y huyen de nuestra miseria. Todos aquí quieren seguirlos, pero nadie sabe ya cómo volar, nadie tiene alas; las cortan mientras finge uno dormir y escucha los gritos de una discusión en la cocina. Nadie da besos bajo el muérdago: dejaron de dar calor suficiente. Y estamos tan solos, tan atrapados en un mundo que no nos deja sonar y que nos olvidó. No puedo esperar nada, ni creer que mi hermana tendrá una muñeca entre sus brazos antes de olvidar cómo sonreir, ni que mi padre dejará de sangrar por la escasa existencia que puede darnos; que mi madre recuerde lo que el amor sin dolor se siente ni que nuestro futuro se verá algún día libre de lágrimas.
No, no puedo ni esperaré nada.