domingo, noviembre 16, 2008

Relatividad de la existencia.

Cariño... pienso que las cosas no existen. Un vaso, un hombre, una gallina, por ejemplo, no son realmente un vaso, un hombre, una gallina, son tan sólo la verificación de la posibilidad de existencia de un vaso, de un hombre, de una gallina. Para que las cosas existiesen realmente tendrían que ser eternas, inmortales. Sólo así dejarían de ser únicamente la verificación de ciertas posibilidades y se convertirían en cosas. En efecto, de tanto modificarse, son utilizadas por la naturaleza, la cual verifica mediante sus transformaciones todas las posibilidades de las que dispone. A manera de ejemplo, una gallina, en el momento mismo en el que cumple su "deber natural" y pone un huevo, deja de ser una gallina para convertirse en el medio a través del cual la naturaleza verifica la posibilidad de existencia del huevo y, por ende, del mundo de los volátiles. La misma ley es aplicable también al problema del espacio, tanto para el macrocosmos como para el microcosmos.
En el universo en expansión o, en todo caso, en movimiento, los planetas y las estrellas ocupan ─y verifican en sus evoluciones─ la existencia de espacios nuevos que concuerdan con su naturaleza desde el punto de vista dimensional (delo contrario se modificarían o se desintegrarían). El hombre, estimulado a su vez por la misma "causa natural", parte a ocupar nuevos espacios. Una de las propiedades que hacen que un objeto sea tal es el hecho de que por su presencia en un sitio dado impide a otros objetos tomar su lugar. Dado que no existen cosas que permanezcan invariablemente en el mismo lugar, dejan de ser objetos y se transforman en verificadores de ciertas posibilidades espaciales, es decir en energía. Lo que para los objetos se plantea como un problema espacial, para nosotros los hombres constituye un problema temporal. Cuando efectuamos una acción cualquiera, por ejemplo cuando corremos, no estamos realmente corriendo, sino que simplemente verificamos la posibilidad de correr y la existencia de la carrera y transferimos esa experiencia a la "naturaleza". En efecto, si lo comparamos con la longitud del tiempo de duración de nuestra especie, disponemos de algo sumamente limitado en el transcurso de nuestra vida para poder gozar de esa experiencia. Para existir de veras deberíamos deternos en el tiempo y comenzar a vivir nosotros mismos, así pues, ser nosotros mismos los verificadores, para nosotros mismos. En tiempos remotos, el hombre no disponía como nosotros de tecnologías de punta ni de ciencias avanzadas como las de hoy; es por ello que la posibilidad de enfrentar la muerte con cierto margen de éxito era mucho más limitada. El ser humano siempre ha idealizado la vida eterna. Hoy en día, seguimos hablando de vida eterna, aunque con una diferencia: nos es dada la posibilidad de alcanzarla. Tendríamos que orientar el conjunto de nuestros esfuerzos y de nuestras posibilidades (principalmente en el ámbito científico y tecnológico) hacia ese objetivo único. Los que para el hombre de antaño eran simples medios (que le permitían salir victorioso de la lucha eterna contra la naturaleza) se han convertido hoy en objetivos; estamos libres de la aprehensión inicial y de las reacciones que la acompañaban y nos hemos convertido en locos que corren sobre una bola que vaga a la deriva por el espacio. El temor a la muerten siempre ha sido subliminado o utilizado por los poetas, los filósofos, las religiones, los artistas, pero nunca ha sido enfrentado con la sangre fría necesaria. 
La mayoría de las actividades del hombre que hoy suelen parecer injustificadas se tornarían lógicas una vez alcanzada la inmortalidad, pues sólo en ese momento podríamos permitirnos objetivos fantásticos e irracionales destinados a brindarnos alegría (arte, investigaciones científicas, etc.). En la actualidad, la biología ha divisado cómo podría influirse sobre las células que fundan el deterioro del cuerpo humano, es decir, sobre el proceso que conduce inevitablemente hacia la muerte. Por desgracia, quienes emprenden esas investigaciones son muy contados respecto de la cantidad de habitantes sobre la tierra. Deberíamos cesar cualquier otra actividad, por ejemplo los vuelos espaciales, la investigación artística, la fabricación de armamento, etc. (excepto aquellas actividades que nos permiten sobrevivir) para poner a la obra y al máximo todas nuestras capacidades. Gracias a un esfuerzo colectivo, nos tomaría unos veinte años estar en condiciones de vencer a la muerte natural. Naturalmente, habría que suspender después los nacimientos hasta encontrar otros planetas u otras posibilidades de vida sobre la tierra. Todas las guerras y todos los rencores del hombre son engendrados por el miedo latente y por la conciencia de la muerte. El hombre dio inicio a su evolución defendiéndose del entorno desfavorable, elaborando por sí mismo sus medios de defensa. Curiosamente, una vez vencidas las calamidades más peligrosas, conforme pasaba el tiempo se iba acostumbrando a la idea de la muerte natural como algo inevitable. Cada medio de defensa inventado por el hombre ha sido siempre contarrestado por un medio de ofensa. Este precario equilibrio sigue existiendo hoy, con la salvedad de que los medios de ofensa actuales pueden destruir por completo toda forma de vida sobre la tierra. De allí que sea preciso orientar todas nuestras posibilidades hacia un ideal ajeno a las estimulaciones y a las aspiraciones ordinarias del hombre. El hecho de tener hijos (hacemos nacer cosas porque no tenemos la posibilidad de vivir por siempre y quizá no tenemos esa posibilidad justamente porque hacemos nacer cosas) constituye una manera de lograr la eternidad, excepto que de ese modo es la especie humana la que la alcanza, no el hombre. Cobrar conciencia de que somos descendientes debería hacernos entender que somos nosotros mismos los que deberíamos utilizar las experiencias que vivimos, hoy y a futuro. Desde hace algún tiempo me intereso por aquellas personalidades que han tomado en consideración este problema y que han entendido e interpretado la situación absurda del hombre sobre la tierra, antes que por aquellos que han cantado las bellezas y las certidumbres de la vida. Es así porque, de hecho, todos los hombres han entendido desde siempre que la vida vale la pena de ser vivida. En todas las épocas de la humanidad se ha labrado ideales en los cuales creer, motivos que le conferían sentido a la vida; casi siempre se trataba de pretextos que hacían posible a unión de ciertas personas con otras, las más de las veces en pro o en contra de otras, incluso inventadas quizá. El hombre ha fingido siempre no ser autor de sus inventos y por lo tanto ha hecho como si éstos no fuesen por completo controlables por él mismo, como si hubieran sido inevitablemente decididos por la naturaleza. Esos ideales, esa fatalidad en la que siempre ha fingido creer, nunca lo han unido a sus semejantes, justamente porque de manera inconsciente sentía que se trataba de ideales mitológicos de los que difícilmente podría obtener en su calidad de hombre ventajas reales y duraderas. Sólo un ideal superior, sin relación con la fatalidad, puede unir sin discriminación a todos los hombres en su empeño por lograrlo. Al alcanzar la inmortalidad, el hombre, quizá por vez primera desde su aparición sobre la faz de la tierra, podría realmente y de manera indiscutible diferenciarse del resto de las especies vivientes. Al detener la evolución del tiempo, a una edad libremente elegida, al interrumpir el envejecimiento, rompería el encanto de la dimensión misteriosa que regula el universo, dando así el primer paso hacia una mejor comprensión de la vida. Espero poder algún día tomar un vaso, llenarlo de vino y beber, y sacar a pasear a una gallina, y poder hacerlo de veras yo, yo mismo.


-Gino De Dominicis

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